Catálogo de la exposición Josefina Junco - TRAZOS DE ESENCIAS


CRÍTICAS: Tres técnicas de Josefina Junco. José Antonio Samaniego (La Nueva España) El tiempo que florece. Ángel Antonio Rodríguez (El Comercio) "A veces, hay que dar muchas vueltas para volver al principio". Paché Merayo (La Nueva España) Pintar el tiempo (mal que pese) Más de un pintor me ha confesado que se pinta lo que cabe en el propio estudio. Sin llegar a la fatalidad, es una determinación casi tan coercitiva como el talento, la época o el saldo disponible si uno quiere convertirse en un constructor de geografías, un héroe del espacio. Por contra, cuando se es un viajero del tiempo la falta de metros cuadrados es apenas relevante. Éste es el caso de Josefina Junco, pintora consagrada al más inagotable de los grandes temas: el modo en el que el tiempo arrastra las cosas, la evocación de lo ido o en trance de irse. El tiempo. Josefina trabaja en un pequeño estudio. Un lugar recoleto, incrustado en un apartamento que el arco de la luz atraviesa de este a oeste; una suerte de doble ventana que divibe¡equitativamente la mirada entre mar y la montaña, a los que hay que acceder, eso sí, pagando el peaje de edificios y artificialidad que impone un exilio urbano. Detrás de los montes, si apetece, se puede intuir la Arriondas natal de la pintora del mismo modo que la Arriondas de su infancia está a la vez presente y ausente en sus cuadros. En ese escenario, si Josefina, como pintora, quisiese crear continentes se vería seriamente limitada. Pero en su caso, la presión del espacio no hace más que reforzar con el encofrado de un constreñimiento externo lo que ya era vocación. "Pinto lo efímero, mal que me pese", resume Josefina Junco ante alguna de las obras que trae a Cornión en esta nueva muestra. No hay forma más sumaria y, no obstante, dramática de resumir una labor que consigue comprimir en su taller toda su infancia y por extensión el paso del tiempo. Claro que semejante partición entre espacio y tiempo está lastrada por una ingenuidad anacrónica. Lo que esta época ha enseñado acerca de ambos tiene un efecto devastador, sin vuelta atrás, si se es artista de temperamento elegíaco. Un efecto que interpela doblemente al pintor elegíaco, que al fin y al cabo se las ve con el espacio y con el tiempo a la vez. La flecha del tiempo es reversible, pero el acceso a otros tiempos se mantiene para nosotros tan vedado como antes de saberlo. Por otra parte, la conquista del espacio es directamente proporcional a nuestra agorafobia. O quizá, al revés, genera una claustrofobia sideral que, en un espacio superpoblado de límites nos confina a un calabozo en el que, en términos de política universal, constituimos una exigua minoría sin derecho a voto. Todo ello huele a condición trágica. A cambio, como una especie de gracia compensatoria otorgada por el severo dios de los científicos, todas esas enseñanzas vienen a legitimar doblemente las viejas estrategias del pintor para tratar con el tiempo a través de la gramática del espacio. El arte, así, consuela. Pues la pintura misma, una puerta dimensional (o una ventana dimensional, si hemos de recoger la fecunda metáfora del viejo León Battista Alberti), se vuelve a su vez la mejor metáfora de un viaje posible pero impracticable a través del tiempo, de la presencia y fisicidad de lo que ya no existe, de la capacidad para afectar los sentidos de lo que diluyó el aguarrás de las horas antes de evaporarse él mismo. En definitiva, de la transitabilidad del tiempo a través del espacio. Otra cosa es que esta gracia tenga su precio. El arte auténtico abre siempre accesos tan reales y vívidos como sistemáticamente vedados. Es al tiempo la consagración de la presencia bajo el acicate de la ausencia, y la epifanía de la ausencia a través de la presencia: un juego de intercambios permanentes entre plenitud y decepción.Sentada esta licencia pictoribus poetisque, y con auxilio de la memoria, que es la madre de la elegía, hay que aprovechar que cuesta mucho menos devanar toda la infancia a partir del aroma de un hilo de azafrán que, por ejemplo, construir un agujero de gusano y saltar por él a otros puntos del tiempo. Esa misma estrategia -la del aroma- es la que utiliza Josefina Junco para echar su melancólico pulso al devenir. Ya Pepa Pardo, en un vivaz texto que acompañó la exposición de Josefina, titulada "Murmullo de aromas", en la Casa Natal de Jovellanos, había apelado al sentido del olfato para hablar de su trabajo. Y con razón. Porque, para descerrajar el pasado, la pintura de Josefina se vale de la misma delicadeza casi inmaterial con la que opera un aroma. El secreto de la victoria de los aromas sobre nuestras limitaciones espaciotemporales está posiblemente en la inconmensurable sutileza de la química. En alguna novela de ciencia-ficción -Dune, me parece- la estrategia para penetrar los fabulosos escudos deflectores del oponente en cuerpo a cuerpo residían en la lentitud extrema, la delicadeza con la que había que lanzar la estocada. La precipitación, la furia o un exceso, digamos, de rudeza material en el ataque, lo arruinaba irremediablemente. La exquisitez era, de este modo, la condición del dto. Con esa misma suave terquedad Josefina Junco raviesa el muro del tiempo y tira de las cosas para sus_erlas al agujero negro del olvido. Cuando, contra esa !ida gravitación, consigue rescatarlas, hacerlas reaparecer ás acá del horizonte de sucesos transusbstanciadas en pintura, el esfuerzo queda registrado a su vez en el soporte como luz huida en un espectrograma. O, cambiando de metáfora y paradigma, en lo que José Ángel Valente denominó, fundiendo adjetivo y sustantivo, material memoria. Claro que, irremediablemente, esos pecios quedarán tocados de nostalgia. Pero la nostalgia, tanto como la plenitud, es condición de la belleza. Lo que Josefina Junco rescata pintando se deja organizar en series por la temática o por el procedimiento. Como suele suceder en los artistas leales a un mundo y a un método, se hace inevitable hablar de depuración y de síntesis. Pero en ningún caso de empobrecimiento. Hay en estos cuadros la riqueza plástica y sensorial, conceptual, narrativa e incluso musical que sólo requiere para ser disfrutada (por pura paradoja) dejar un poco del propio tiempo en su disfrute. Está en las maneras, los laboriosos fondos, las trazas de gesto en cada pincelada, la variedad de materiales empleados (Óleo, temple, pigmentos mezclados en recetas magistrales) así como en el diálogo en baja voz entre lenguajes y registros diversos alimentados en fuentes de la memoria. Los formatos mayores dejan ver con nitidez esa polifonía que quiere ser algo más que plástica, o por lo menos, como dice Josefina, poner a prueba mediante un "lenguaje integrador" la capacidad de lo plástico para soportar o evocar otros lenguajes, incluidos el literario o el musical. En ellos, la más circunstanciada escenografía de etapas anteriores se ha desvanecido y queda sólo la almendra de lo recordado. Antes Josefina recurría a la superposición haciendo convivir en el mismo plano pictórico a vivos y fantasmas, propiciaba la aparición de sombras sin dejar ver los cuerpos que las producían, dejaba deslizarse un tiempo en otro o empujaba levemente una perspectiva hasta distorsionarla, creando la ruptura. Ahora simplemente yuxtapone sobre un fondo plano, pero dotado de autonomía plástica, elementos simples primorosamente pintados: personajes u objetos, letanías escolares, notas musicales que se engarzan y fluyen. El resultado viene a ser un paradójico collage sin materiales ajenos a la pintura, organizado narrativa o melódicamente. Josefina recurre además a artificios casi mágicos (más allá de la magia misma de la pintura): pintar sobre flores, edificios o figuras humanas las horas de un reloj en números romanos: una forma de conjurar el tiempo que casi retrotrae la pintura a Altamira o Lascaux. O transcribir el "tic-tac" aplicando al tiempo natural el metrónomo del tiempo humano. Pero la intensidad no se reserva para los formatos mayores. En las series de pájaros y frutos, mediante una personal mezcla de pigmentos, Josefina refuerza no sólo la capacidad de la pintura para evocar lo vivo sino también la vida misma de lo pintado, consiguiendo que una pequeña superficie multiplique aguas y reflejos al contacto con la luz. O divide la tabla en mar y cielo, mide las horas mediante una cadencia de buques fondeados al filo del horizonte, esperando entrar en el puerto. Otra serie agrupa flores concebidas y ejecutadas trasponiendo, de la tinta al óleo, conceptos del arte japonés (y por extensión, del antiguo arte chino). Un encuentro que tenía que producirse, supongo, dadas las afinidades de fondo entre la poética de Josefina Junco y la de aquellos maestros de la síntesis entre lo mental y lo sensorial cuyos modelos se encontraban no en la naturaleza, sino en la mente que los había contemplado con obsesiva atención antes de ponerse a pintarlos in absentia. Con esa desenvoltura de los pintores autodidactas, que aprenden en descubierta, Josefina ha resuelto el problema de conciliar expresividad con disciplina, la precisión de la tinta con la materialidad del óleo, dibujando/pintando con un trapo. Al fondo, los perfiles de las montañas edénicas de Arriondas -Peñas de Villar, Pico de Coviella- tal como están troquelados en la memoria de la pintora: suaves sombras o arquetipos geométricos. Como no podía ser de otra manera, el resultado de todo ello es que sobre lo memorable (para Josefina) se construye lo memorable (para quienes vemos su pintura). Y por suerte, la pintura siempre tarda algo más en ser tragada por el tiempo que las cosas sencillamente vistas en su tránsito, y perdidas al instante. J.C. Gea. Mayo de 2002